El día que el gozo le serruchó el piso a la amargura


Cuando era infértil la amargura era mi musa, era tan intensa que habría podido escribir bibliotecas enteras en su honor. Pasa que era una flor de pasión, no era una de esas amarguras pesimistas, monótonas y marrones, eso jamas. Era mas bien exuberante e impulsiva, intermitente y voraz. Cuando le entraban ganas me poseía y me congelaba la sonrisa, me humedecía la mirada, y pesaba un universo sobre mi. Creo que me encogí 10,5cm siendo infértil, quizás 11.

La mañana en que nacieron mis mellizos desterré a la amargura con un portazo de indiferencia. Doy fe de que los ojos son las ventanas del alma, porque al mirar a mis bebes se me metió al corazón, como por una ventana abierta por descuido, una ráfaga de alegría tan violenta, que lo puso patas para arriba, lo poseyó y se declaró patrona y protectora de todos los confines de su territorio. 

 Le di la espalda a la amargura pero ella, acostumbrada como estaba a poseerme por antojo, no se resignó tan fácil. Se quedó solapada a prudente distancia, esperando descuidos en mis sueños donde me hundía hacia atrás en un espiral del tiempo, tornándome de nuevo grisácea y estéril como la arena. Tampoco le bastaba con abrazarme dormida, su megalomanía no se lo permitía. Me torturaba durante 2 segundos enteros cada mañana al despertar, insinuándome que esos bebes tan amados y reales, tan llenos de rollitos perfectos que amamanté el día anterior (y buena parte de la noche) fueron solo un buen sueño. A veces lograba entristecerme un poco cuando  ondeaba, con aires de triunfo, las almas de amigas laceradas aun, por el dolor de la infertilidad, tan hondo y ancestral que hasta la Biblia le dedicó mención de honor. El golpe mas bajo que me dio mi ex-amargura fue disfrazarse de culpa algunas pocas de muchas veces que me dejaba avasallar por la alegría y amor de la maternidad.

Igual, aunque no supo acatar su orden de restricción, no existía para mi. Era nada. Era un puntito translúcido perdido en algún rincón, comparado con la felicidad avasalladora y perpetua que me trajo la maternidad. 

Desde esa mañana de junio mi alma tararea "gracias, gracias, gracias... " y esa jaculatoria de tanto repetirse termino transformándose en el eco de mi corazón. Soy un corazón agradecido. Pasa que conmigo Dios se pasó. Aun si hubiera muerto al minuto de tener en brazos a mis hijos, habría sido justo, porque el gozo concentrado en ese segundo sobraba para colmar varias vidas bien vividas. Y acá estoy, todavía saboreándolo. Conmigo Dios se pasó. Gracias, gracias, gracias...





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